Todos los veranos acaban. Obviedad.
Es de esas verdades que sabemos pero para la que nunca estamos preparados. Cogemos con tantas ganas las cañas en terrazas, las faldas cortas y el olor del aftersun, que se nos olvida su fecha de caducidad.
Pero se acaban.
Siempre hay un día, a finales de agosto, que amanece gris, tapado y sin luz, y la sensación de final se hace tan palpable como el salitre que se pega en la piel.
Cuando me despierto y veo avisándome ese cielo sin color, me inunda una mohína inconsolable acompañada de una lista de canciones con melodía descendente. Masoquismo puro.
Y siempre es así. Hubo un tiempo en que agosto fue el final y el principio, y supongo que inevitablemente revivimos lo que nos marca en la vida, una y otra vez.
Así que por raro que parezca, septiembre, no tardes mucho en venir.