Un foco de luz blanca ilumina la espalda de un tipo normal mientras sujeta una acústica y, a oscuras, mantiene en silencio a todo un auditorio completo con casi más de 2000 personas pendientes de una genialidad de tres minutos sin más acompañamiento que su propia voz.
Fleet Foxes tocan un vals completamente marcado y diseñado para que surja de la forma más natural que se pueda imaginar. Es esa sensación de talento puro, sin artificios ni adornos que distraigan los sentidos.
Son un grupo que se disfruta, como su música. No esperes efusividad, eso lo dejan a la libre elección del espectador. Los gestos de Robin Pecknold y el resto de componentes hacen ver desde cualquier perspectiva de un anfiteatro, que saben perfectamente cuál es su lugar en el escenario. Desde las primeras notas hasta el último acorde que tocan, todo pasa por su filtro de exigencia, con ellos mismos, con sus canciones y con el público. Por esto, cuando enlazan The Shrine / An Argument y Blue Spotted Tail y te das cuenta de que llevan casi 15 minutos tocando sin descanso, es imposible no querer más, y preguntarte por qué algo tan grande siempre queda en lugares secundarios sólo apreciado por unos pocos.